miércoles, 6 de agosto de 2008

CFK y la 'indirecta del padre Cobos'.

La expresión una ‘indirecta del padre Cobos’ hace referencia a una excusa que debió ser esbozada sutilmente pero se da a conocer con impúdica franqueza, algo parecido a los que manifestaron vecinos y referentes del oficialismo regional cuando se difundió la noticia de que la presidenta Cristina Fernández no asistiría a la cita en la Casa de la Cultura Browniana.
Es que los voceros de la Rosada sostuvieron en primera instancia que la mandataria no estaría en Adrogué porque no eran buenas las condiciones climáticas para que aterrizara el helicóptero presidencial, pero más tarde los medios reflejaron que la verdadera razón del faltazo fue la cumbre con el vicepresidente Julio Cobos.
El juego de palabras con el apellido del radical mendocino cayó por su propio peso en las mentes de algunos nostálgicos lectores debido a las circunstancias que rodearon la inasistencia de Cristina. Es que -paradojas de las Letras- un periódico español de fines del siglo XIX llevaba esa expresión por nombre y en sus crónicas la sátira y la ironía ocupaban los palcos preferenciales.
Finalmente, todo indica que el lunes sí estará presente para firmar el acuerdo y, si las condiciones climáticas lo permiten, también oficializará la conclusión de las obras en el nuevo complejo habitacional de 160 casas que la Fundación Madres de Plaza de Mayo impulsó en Ministro Rivadavia.

GRD 04-08-08
LA TERCERA

miércoles, 25 de junio de 2008

Cuento Fantástico Interrogante

¿Quién podría dudar de su condición de superhéroe, si manejaba la intensidad de la electricidad a gusto y sin sufrir una mínima quemadura, sin siquiera sentir una tenue descarga o, cuanto menos, evidenciar una sutil sacudida? ¿Quién osaría enfrentar a un ser humano con semejante don? Pero, ¿acaso nadie se preguntó cuál podría ser su punto débil o talón de Aquiles? ¿Nadie lo descubrió? ¿A nadie le daba curiosidad por saber?.
Ahora bien, la labor del buen periodista no se basa en indagar, en cuestionar para divulgar?. Entonces, ¿porqué todos odian a Mario Cuenca, a un ignoto tucumano moreno, de corta estatura y férreos valores que sólo hizo lo que creyó correcto en su trabajo? ¿Por qué condenan a un obrero de la información que fue capaz de cuestionarse lo que nadie se cuestionaba, de investigar lo que todos se preguntaban y de alcanzar la verdad que todos pretendía velada ad eternum?.
¿Qué sentirá el periodista segregado cada vez que se ve en el aprieto de confesarse 'inocente' en voz alta y ante un público de mirada hostil, irredimible e incrédulo? ¿Qué entienden ellos de su oficio? ¿Qué entienden ellos de su amor por lo que es… o lo que era?
Pero también, Mario querido, ¿cómo no advertiste que no se puede dar a conocer lo que debilita a un justiciero, lo que neutraliza al hombre-rayo, al que todos vitorean y veneran? ¿Quién te aconsejó publicar esas líneas impertinentes, blasfemas, heréticas? ¿Dónde están ahora esos editores que te palmearon la espalda cuando dijiste ‘el protector de la ciudad me concedió la entrevista’? ¿Dónde está el jefe de sección que gritó, al lado de la imprenta, ’80 líneas Cuenca, no acepto menos’? ¿Dónde los colegas que prometieron ese asado, picada y mistella incluidos? ¿¡Dónde los lectores que escribían cartas al diario elogiando ‘su compromiso y seriedad’!?... Bah!
¿Y, Cuenca querido, qué harás ahora? ¿La arruinaste, te arruinaste… Te arruinaron?.
¿Ahora, quién podrá defenderlos?.

jueves, 14 de febrero de 2008

¿¡...Fue amor...!?

(Sobre los engaños y el desengaño)

Un flaco cualquiera, sin suerte con las minas, sale a recorrer la ruta en la búsqueda de una de esas señoritas que están dispuestas a popularizar su promiscuidad a cambio de una remuneración acorde. Llueve mucho, pero se las arregla para concluir su pesquisa, allí justo en un claro de la arboleda que corona la autovía -cual burdo boulevard- al cobijo de un plátano derruido; sus pechos se sugieren generosos, manufacturas de quirófano, su cabellera fulgura de lo rubio platinado.

Aparca a su lado y le propone pasar la noche, no sin antes apalabrar sobre el costo del servicio 'digamos completo', aclara. Ella le contesta que '150 pesos estará bien'. Ese no es su cachet habitual, de hecho es un 25 por ciento inferior, pero llueve y no quiere perder el único posible cliente de la jornada. Encaran para el 'telo' más cercano sin mediar más aclaraciones sobre el encuentro que tendrán.

Llegan, paga por pernoctar, y una vez dentro del socucho que rentó a costo de suite, le propone o respetar el trato inicial o duplicar el monto a cambio de que se quede con él ‘digamos hasta las seis de la mañana, all inclusive más simulacro de amor’. Ella se niega al principio: prefiere hacer una hora con él e irse a su casa; el fulano insiste y le suma cien más, se niega -exige seiscientos-, le suma cincuenta, se niega y le dice que entonces le pagará los 150 por una hora sola, completo como el pacto original, ni un peso más. Ella replica apurada que sí, que está bien, que acepta los 450 porque se da cuenta que no le podrá sacar más, no de ese modo. Él le pone otra condición: ‘como tenemos el tiempo del mundo andá, bañate, cepillate los dientes -¡qué feo eso!- y te venís que yo te espero listo’.

Está bien, nunca más a regañadientes. Ella se lava los dientes y se mete a la ducha, mientras se baña, él golpea la puerta y pide pasar para higienizar sus dientes también, lo hace pero descorre la cortina de la bañera como pidiendo permiso, pero sin expresarlo… y ella lo deja.

‘Empecemos acá’. Ella le sigue la corriente al tonto, se sabe capaz de birlarle más al tacaño, pero el paln requiere de sacrificios, Mata-Hari del siglo de la Globalización. Se besan, con lengua, profundo -ella advierte la inexperiencia del zonzo y agudiza su inventiva fina de desplumarlo-, el casi que le acaricia el cuerpo, la roza no la ‘toca’, ella sonríe; y permite todo. Juegan los dos a que se seducen ¿o a que se enamoran?, ella sonríe; se fornican mutuamente, amantes de polvetta de una noche, ella sonríe. Él lame sus pechos turgentes, urgentes, emergentes, eminentes, e inminentes, hasta la mira mientras lo hace, y le besa el cuello reiteradas veces... Ella siempre sonríe.

Entonces, posa una mano en el pecho lampiño y otra va directo al carajo hecho carne, ya erecto ad infinitum, y lo masturba un poco hasta lograr sonrojarlo -él ni lo esperaba-; sigue ella así, como si nada. Él toma su gluteo izquierda y luego busca el medio, la otra mano imita; se siguen besando, ella lleva su pierna hasta por sobre su cintura y él la recibe con mano derecha, mientras abandona el hemisferio de trasero que custodiaba.

Ella baja ahora con besos en el pecho hasta el abdomen, se agacha y se enfrasca en una mamada infernal, con el agua de la ducha castigando, mancillando su espalda. Acuclillada, primero acompaña con la mano, pero él se la retira con un sólo gesto leve pero perceptible y ella complace, se amarra a la cadera del chico -zarpazos en mi orto, titula mentalmente él la escena- le aferra las uñas, sigue sobando, extenso y con ganas. Él la deja y goza un rato, hasta que le insinúa que se voltee de cara a los grifos, ella siempre obedece, y él ya está apoltronado tras ella. El imberbe miembro yerra el objetivo un par de veces, lo hace quedar mal, como principiante, pero ¡qué vá!. Pagé por la discreción, se convence.

Siguen, pero ella pierde el profesionalismo y se prende a gozar, gime de gusto, sin temor, él no termina más pero ella llegó, nunca le había pasado con un cliente. Asimila que el pendejo aún está en llamas, ofrece punto, como y asterisco, pero ya no por 'contrato', por retribución, gentileza de la casa

El derrotero terminó con un goteo compulsivo y tórrido.

Salieron cruzándose monosílabos, risas e interjecciones suspiradas, sin las inhibiciones del primer momento, fuman y beben la consumición. Charlan de sandeces y nimiedades varias, ella hace una mención respecto del trato no saldado y ya intercambiaban besos nuevamente cuando recuerda para qué estaba con él. Se aleja con un beso truncado para servir más de la champaña barata; beben el espumante elixir saborizado con alcohol metílico hasta que se acaba y él aún con el instrumento afinado... ‘Te clavaste una celeste, pillín…!’. Que sí, que no, que qué importa… Se encamaron de nuevo, ella se prestó a todo nuevamente pero con resignación más que con intención, para cansarlo. Y lo logró. Se durmieron, él profundo y ella como el viejo Vizcacha.

Se despertó cerca de las dos y media; se quitó de encima el brazo muerto que la agrilletaba a la cama y se fue directo a sus pantalones. Buscó la billetera, pero sólo encontró un blister de cápsulas de Viagra (capaz que lo consiguió con receta porque hasta el packaging es de un laboratorio, pensó), es un boludo, un nene-de-mamá, se convenció. ¿Donde guardás la billetera pendejo y la put…. ¡Acá!, la encontró… vacía. Hijo de mil putas, me cagaste, no tenías ni un peso más, pedazo de mierda… La revoleó. Miró alrededor, cruzó (descalza, en bombacha y) ofuscada la pieza, metió los pantalones en el inodoro, orinó a discreción y se fue con las llaves del auto.

En el estacionamiento no había nadie. Divisó el coche del pendejo-hijo-de-mil-putas y abrió la puerta con la llave, vieja, viejísima. Le costó quebrar la muñeca lo suficiente para que cediera, pero lo hizo. Se llevaría el auto, se lo dejaría a su primo de Avellaneda que los corta en un desarmadero de Villa Inflamable y se cobraría los pesos que el pendejo le cagó por estar clavada con él toda la noche.

La llave no entraba en el contacto. Puta si no tomé tanto, se decía. Siguió intentando hasta que una encajó pero no giraban, quiso mover el volante para destrabarlo: duro como agarrotado… siguió probando de mil maneras, buscó otra llave en la guantera, en el piso en el asiento, en la visera... Qué pendejo desconfiado, me cagó de nuevo… Ella se fue ‘pateando’, puteando, ruteando, como había llegado, pero con 450 pesos y conminando al demonio a partir a ese turro en mitades.

El flaco se despertó (como a las cinco y media) primero la buscó con la mirada por la habitación, pero no la halló, entonces supuso que así debía ser… buscó su ropa, aún atontado, tuvo ganas de mear y ya frente al asiento sanitario debió contener sus esfínteres porque su pantalón a cuadrillé, marrón y crema en composé, yacía ahogado allí, en la fuente del inodoro. Se satisfizo en el bidet y dejó correr el agua mientras se lavaba la cara y el -todavía incólume- órgano miccionador. Se puso la camisa, la abotonó, bordeó con el toallón -cual media toga o pollera escocesa- su cintura, recogió sus pertenencias y sacó la llave de su auto de la zapatilla que había ido a parar bajo la cama cuando la chica huyó, seguramente, con bronca por no haber concluido su gatada. La pequeña llave era plateada, de puntas redondeadas, y carecía de argolla o llavero. La guardó en el bolsillo de la camisa.

Cruzó frente al conserje que ni notó que se iba sin pantalones ni acompañante. Salió al estacionamiento, no había nadie, abrió la puerta que alguien dejó sin llave, puso la que tenía en su bolsillo en el mando del contacto, la accionó mientras torcía el volante y el mecanismo se desbloqueó, arrancó el motor, puso primera y se fue, con el miembro exultante, dos polvos de más de 200 pesos cada uno y la sensación de haber probado qué se siente ser amado.